Comentario
CAPÍTULO XV
Ataques de fríos y calenturas. --Partida definitiva de Uxmal. --Día de Año Nuevo. --Suerte de Chepa Chí. --Marcha penosa. --Hacienda Chetulix. --Llegada a Nohcacab. --Concurrencia de indios. --Casa Real. --Plaza. --Mejoras. --La iglesia. --La noria. --Elecciones municipales. --El principio democrático. --Inauguración de los alcaldes. --Enfermedad del cura Carrillo. --Partida para Ticul. --Embriaguez de los conductores. --Accidente. --Llegada a Ticul. --Un médico errante. --Cambio en la apariencia del cura. --Vuelta a Nohcacab. --Arranchámonos en el convento. --Antiguo pueblo de Nohcacab. --Montículos arruinados. --Ruinas de Xkoch. --Un pozo misterioso. --Bellísima arboleda. --Cavidad circular. --Boca del pozo. --Examen y exploración de sus pasadizos. --Usos a que estaba destinado este pozo. --Vuelta al pueblo. --Fatal accidente. --Una casa mortuoria. --Un velorio
Tal vez el lector querrá ahora darse alguna prisa por salir de Uxmal; pero yo le aseguro que no puede tener mayor ansia de verificarlo, que la que nosotros teníamos entonces. Habíamos terminado nuestros trabajos, fijado el día de la partida y destinado el tiempo intermedio para extraer de las paredes y reunir algunos adornos que debíamos llevar. Mientras los indios se entregaban a este trabajo activamente, procedíamos, por vía de despedida, a tomar algunas vistas daguerrotípicas. En semejante ocupación me hallaba en el patio de las monjas, bajo el influjo de un sol abrasador, cuando recibí una nota de Mr. Catherwood, avisándome que ya le había llegado su turno, y que se hallaba en cama acometido de la calentura. A la sazón cayó un fuerte aguacero, contra el cual me fue preciso guarecerme en una pieza bastante húmeda, en donde tuve la desgracia de permanecer tanto tiempo, cuanto bastaba para enfermar de nuevo. En efecto, a mi regreso había yo recaído seriamente; y a la tarde, bien fuese por el abatimiento que causó en su espíritu el funesto estado de las cosas, o por pura simpatía en favor nuestro, cayó también con la calentura el Dr. Cabot. Nuestros sirvientes se marcharon, y los tres inválidos nos confinamos en nuestras camas, como mejor supimos, muy determinados a salir de Uxmal desde luego.
Al día siguiente continuó la lluvia y empleamos algunas horas en empaquetar nuestros efectos, operación desagradable y penosa en verdad. Al inmediato partimos, tal vez para siempre, de la casa del gobernador.
Bajando estábamos las escaleras, cuando Mr. Catherwood nos recordó que aquél era el día de Año Nuevo. Era la primera vez que se nos ocurría la especie, y trájonos a la memoria ciertas escenas que formaban un contraste tan vivo como nuestra actual situación miserable, que por el momento nos habría sido muy placentero hallarnos en nuestra patria. Listos ya nuestros kochés al pie de la terraza, metímonos en ellos, nos cargaron los indios sobre sus hombros y comenzamos a alejarnos de Uxmal. No había peligro de que incurriésemos en la pena de la vida por volver la vista y mirar hacia atrás; todo el interés que habíamos sentido en aquel sitio estaba ya satisfecho, y lo que nos urgía era salir cuanto antes de allí. Silenciosas y desoladas como las hallamos, abandonábamos ahora las ruinas de Uxmal, para que se cubriesen otra vez de árboles, vacilasen y cayesen, viniendo a ser tal vez, dentro de pocas generaciones, lo mismo que mil otras ruinas diseminadas en el país: ¡meros montones de escombros sin forma y sin nombre!
Nuestra servidumbre doméstica se había disuelto otra vez. Albino y Bernardo nos seguían; y, cuando pasábamos por los límites de una milpa, vimos por entre los espinos y abrojos la corpulenta figura de Chepa Chí, que nos contemplaba con una mirada sombría y silenciosa. ¡Ah! ¡Pobre Chepa Chí, la amiga del hombre blanco! ¡Jamás volverá a Uxmal para hacer tortillas a los ingleses! Un mes después de nuestra partida fue llevado su cadáver al camposanto de la hacienda. El sol y la lluvia hieren su sepultura; sus huesos blanqueáranse pronto en el rudo harnero, y tal vez su calavera, por medio de las manos de algún poco escrupuloso viajero, vendrá a caer en las del Dr. S. G. Morton de Filadelfia.
Nuestra partida de Uxmal parecía una completa derrota, con sus puntas de ridícula, y nos habríamos divertido mucho en ella, si el estado en que nos hallábamos lo hubiese permitido. Sin embargo, de la suavidad respectiva del movimiento del koché, tanto Mr. Catherwood como yo sufrimos demasiado, porque el tal vehículo cedía fácilmente al paso irregular de los conductores, con motivo de estar formado de unas cuantas estacas atadas muy a la ligera. A la distancia de dos leguas, los indios nos asentaron bajo un gran ceibo enfrente de la hacienda Chetulix, perteneciente a los dominios de Uxmal. Los habitantes de la hacienda, como si quisieran hacer burla de nosotros, salieron a sus puertas vestidos con sus trajes de día de fiesta, para celebrar el principio del Año Nuevo.
Nos detuvimos un rato para que nuestros conductores descansasen; y al cabo de dos horas llegamos al pueblo de Nohcacab, en la puerta de cuya casa real fuimos asentados. Cuando salimos de los kochés, los indios conductores eran felices en comparación nuestra.
La llegada de tres ingleses era un acontecimiento que no ofrecía precedentes en la historia del pueblo. Había una general curiosidad por contemplarlos, y más por la noticia del extraordinario motivo que nos había inducido a visitar el país. La circunstancia de ser aquel un día de fiesta había reunido en la plaza a toda la gente del pueblo y a los indios de los suburbios, que se reunieron en gran número alrededor de la puerta, y aun pasando algunos adelante venían a contemplarnos en nuestras hamacas. Los intrépidos individuos que se atrevían a tanto eran únicamente los que se hallaban bastante ebrios; pero en este número, sin embargo, entraba aquel día una gran porción de la respetable comunidad del pueblo de Nohcacab. Parece que les quedaba algún resto de razón o instinto para conocer, que podían ofender a los blancos con semejante invasión, y terminaron por eso con dar muestras de excesiva sumisión de maneras y buen natural.
Al principio nos encontramos excesivamente molestos por el número de nuestros visitantes y por el ruido que hacían fuera los indios, que batían continuamente el tunkul o tambor indio; pero gradualmente cesaron nuestras penas y, a la sola reflexión de que nos hallábamos ya fuera del pernicioso influjo de la atmósfera de Uxmal, a la tarde nos pusimos en pie.
La casa real es un edificio público establecido en todos los pueblos por el gobierno español para servir de audiencia y otras oficinas públicas y también, lo mismo que los cabildos de Centroamérica, para dar alojamiento a los viajeros. En el pueblo de Nohcacab, sin embargo, con motivo de ser muy rara la llegada de un extranjero, no había piezas expresamente destinadas para darle albergue. La que se nos dio era la pieza principal del edificio y se empleaba en las grandes ocasiones de solemnidad en el pueblo, destinándose entre semana para escuela de niños, pero por fortuna nuestra, como aquel era día de Año Nuevo, los muchachos estaban de fiesta.
El tal edificio tendría cuarenta pies de largo y veintiocho de ancho. El moblaje consistía en una mesa bastante elevada y unos taburetes muy bajos. Además, en celebridad del día, las puertas estaban adornadas de ramas y palmas de coco, las paredes blanqueadas, y en una testera campeaba un águila llevando en el pico una serpiente cuyo cuerpo estaba sujeto con las garras. Bajo de dicha águila había algunas figuras indescriptibles, bien así como una espada, un fusil y un cañón, emblemas guerreros de un pueblo pacífico, que no había escuchado jamás el sonido de una corneta enemiga. A un lado del pico del águila había un rótulo con estas palabras: "Sala consistorial republicana. Año de 1828". El otro lado contuvo las palabras "Sistema central", pero, al triunfar el partido federalista, la brocha las había borrado, sin substituirse cosa alguna en su lugar, de manera que permanecía listo el sitio para el caso en que el partido centralista volviese al poder. En la pared se veía pendiente un papel que contenía una noticia al público, en español y lengua maya, por la cual se avisaba que S. E. el Gobernador del Estado había concedido al pueblo el establecimiento de una escuela de primeras letras para enseñar a los niños a leer, escribir, contar y la doctrina cristiana; que, en su virtud, los padres y cabezas de familia enviasen sus niños a la dicha escuela, que no costaría a nadie un solo medio real, pues era pagada por los fondos públicos. Dirigíase a los vecinos, es decir, a los blancos, a los indígenas y a las otras clases, es decir, a los mestizos.
A un lado de la pieza principal estaba el cuartel con su respectiva guarnición, que consistía en siete soldados, de los cuales tres o cuatro estaban acostados con fríos y calenturas. Del otro, estaba el calabozo con su puerta enrejada, a cuyo través miraba desde adentro un pobre camarada en desgracia.
Este edificio ocupaba uno de los lados de la plaza, y el pueblo era el único que hubiese visto que manifestase señales de mejoras; y ciertamente que tampoco había ninguno que más las necesitase. La plaza presentaba entonces un aspecto mucho más miserable que de ordinario, con motivo de las mejoras que estaban en progreso, y las cuales consistían en la nivelación del terreno, que había sido trazada sobre el flanco de un cerro, y se hallaba embarazada en el centro de un gran montón de tierra sacada de las excavaciones practicadas, dejando descarnados y descubiertos los cimientos de las casas que había de aquel lado, de manera que sólo se podía entrar en ellas por medio de escaleras. Supimos con mucha satisfacción que los alcaldes que habían proyectado y puesto en práctica las mejoras se encontraban tan espetados, como con no poca frecuencia suelen hallarse nuestros aldermen en el trazo de nuevas calles.
Desde la puerta de la casa real se observaban dos objetos notables; el uno de los cuales, situado sobre una altura y de proporciones grandiosas, era la gran iglesia que había divisado desde la cumbre de la sierra al venir de Ticul; el otro era el pozo o noria con su andén y elevados pretiles de cal y canto y cobija de guano, debajo de la cual giraba sin parar una mula tirando de una palanca que daba impulso a la máquina que sacaba el agua que iba a dar a una gran pila oblonga de cal y canto, en la cual llenaban sus cántaros las mujeres del pueblo.
Paseando por el pueblo, tropezamos con nuestros indios cargadores, que se vinieron en cuerpo hacia nosotros dando tumbos, y dándonos a entender lo alegres que estaban de vernos y congratulándose con nosotros por nuestra mejoría. Aunque los indios del pueblo les llevaron la delantera, pero ellos habían andado tan diligentes y hecho tan buen uso de su tiempo y del dinero que les habíamos pagado, que estaban tan ebrios como el más ebrio de Nohcacab. Aun en este estado se conducían con la sencillez de un niño, y, como tenían de costumbre, siempre acababan su charla pidiendo medio.
El licor convierte al indio de Norteamérica en un hombre insolente, feroz y brutal, y muy peligroso con un cuchillo en la mano; pero los indios de Yucatán, cuando se embriagan, se vuelven más dóciles y sumisos. Todos portan machete, pero jamás hacen uso de él para causar daño.
Procuramos persuadir a nuestros cargadores a que se regresaran a la hacienda antes de que se les acabase el dinero, hasta que al fin accedieron y se fueron diciéndonos que lo hacían por obedecernos. Nos quedamos viéndolos ir por el camino que debía parecerles demasiado estrecho según los traspiés que iban dando a derecha e izquierda. De cuando en cuando volvían la cabeza y nos hacían una reverencia, hasta que se alejaron, y entonces hicieron alto, se sentaron y de nuevo volvieron a empinar la botella.
Llegamos a Nohcacab en un momento animado e interesante. Acababa de salir el pueblo de una lucha electoral de las más reñidas. Durante la administración del último alcalde, diversas e importantes causas, entre ellas las mejoras de la plaza, habían contribuido a excitar y enardecer los ánimos de la comunidad y prevalecía decididamente la opinión, principalmente entre los que aspiraban a ser alcaldes, de que peligraba la República, si no se cambiaban aquellos funcionarios. Esta opinión se hallaba difundida en todas las clases de la sociedad, y por la interposición de la Divina Providencia, según juzgaba el partido triunfante, los alcaldes se mudaron, y se salvó la República.
Las elecciones municipales de Nohcacab son acaso más importantes que las de ningún otro pueblo del Estado. No ignora el lector la escasez de agua que se padece en Yucatán; que no existen en el país ríos, arroyos ni corrientes de agua de ninguna clase más que la que se saca de pozos o de algunas aguadas. Nohcacab contiene una población de cerca de seis mil almas, que depende enteramente del agua de tres pozos públicos que hay en el pueblo. A dos de ellos se les daba el nombre de norias, que son estructuras mayores y de más consideración, y en las cuales se saca el agua por mulas, y el tercero no es más que simple y sencillamente un pozo, con una vigueta atravesada sobre el brocal y del que cada cual saca agua con su propia soga y cubo. Por muchas leguas a la redonda no se encuentra más agua que la que dan estos pozos. Todos los indios viven en el pueblo, y cuando tienen que ir a trabajar a sus milpas, las cuales algunas veces se hallan a bastante distancia, tienen que llevar agua consigo. Todas las mujeres que van a buscar agua a la noria, por cada cántaro echan un puñado de maíz en un lugar apropiado a aquel objeto; este tributo se emplea en la manutención de las mulas, y nosotros pagamos a razón de dos centavos por cada uno de nuestros caballos que bebió agua.
La custodia y conservación de estos pozos constituyen una parte importante de la administración gubernativa del pueblo. Anualmente se eligen treinta indios, que son llamados alcaldes de las norias, cuyo encargo consiste en conservarlas en buen estado y mantener las pilas llenas siempre de agua. No reciben ninguna paga, pero están exceptuados de ciertas cargas y servicios, circunstancia que hace codiciable este encargo, y por consiguiente uno de los principales objetos de la lucha política, que acababa de tener lugar en el pueblo, fue la elección de los alcaldes de las norias. Enterrados como habíamos estado en las ruinas de Uxmal, no llegó hasta nosotros la noticia de esta importante elección.
Aunque bajo ciertos respectos sufren las cargas de un gobierno aristocrático, los indios que nos llevaran en hombros y los que trajeran nuestro equipaje a cuestas tienen todos el mismo derecho a votar que sus amos, y mucho sentimos haber perdido la oportunidad de ver puesto en operación el principio democrático por el único partido, real y verdadero, de nativos americanos, espectáculo que, según nos informaron, y principalmente en los indios de las haciendas, es uno de los más imponentes, por no decir sublimes. Como todos son criados adeudados, cuyas personas están verdaderamente hipotecadas a sus amos, van al pueblo a votar unánimes en opinión y objeto, sin parcialidades ni preocupaciones en pro o en contra de hombres o medidas; ni tienen cuestiones de bancos ni cuestiones de mejoras interiores que considerar; ninguna reñida discusión sobre el talento, conducta privada o servicios públicos de los candidatos; y, sobre todo, se encontraban completamente libres de la imputación de ciegos partidarios de personas, porque en general no tienen ni la más remota idea del individuo por quien sufragan, y todo lo que tienen que hacer reduce simplemente a poner en una caja un pedacito de papel que les da el amo o el mayordomo, y por lo cual se les concede un día de holganza. El único riesgo que corren es que al juntarse con sus amigos y conocidos, pueda haber alguna confusión y trocatinta de papeletas, de lo cual resulte un cambio completo de éstas; y, cuando tal llega a suceder, invariablemente se ha notado que a poco tiempo después cometen en la hacienda alguna ofensa por la cual manda azotar el mayordomo a estos electores independientes.
No causa menor admiración la indiferencia con que se miran en los pueblos las distinciones políticas, y el tacto del público en premiar el mérito modesto y retirado, pues a menudo acontece que se elijan de alcaldes a indios, sin que tengan la más remota noticia de haber sido propuestos como candidatos dignos del sufragio de sus conciudadanos; pasan en el sitio de las elecciones el día en que se celebran, retirándose luego a su casa del todo ignorantes de lo que ha pasado. La víspera del día en que deben empezar a ejercer sus funciones los funcionarios salientes van por la noche por todo el pueblo en busca de estos favoritos populares sin saberlo, y los llevan al cabildo en donde los guardan hasta la mañana siguiente para que estén listos a recibir la vara y prestar el juramento de oficio.
Nos refirieron como hechos positivos estas pequeñas particularidades, y en semejante clase de hombres es muy creíble. Pero sea lo que fuese, lo cierto era que el tiempo de los que entonces fungían estaba al expirar, y el día siguiente debía tener lugar la gran ceremonia de la inauguración, ocupándose en consecuencia los funcionarios salientes en la activa caza de sus sucesores para traerlos al cabildo. Antes de retirarnos, los fuimos a ver acompañados del padrecito: la mayor parte estaba ya allí, pero aun faltaban algunos. Estaban todos sentados en derredor de una gran mesa, sobre la cual yacían las constancias de su elección, y, para pasar agradablemente el tedio que les causara su honorable detención, tenían consigo ciertos instrumentos llamados musicales, los cuales estuvieron haciendo un ruido infernal durante toda la noche. Cualesquiera que hayan sido las circunstancias que concurrieron para su elección, fue sin duda una precaución muy sabia el mantenerlos confinados aquella noche, puesto que tendía a conservarlos sobrios hasta la siguiente mañana.
Cuando abrimos la puerta en esa misma mañana, observamos a todo el pueblo ya en movimiento, preparándose para la augusta ceremonia de la instalación de los nuevos alcaldes. Los indios ya habían dormido la embriaguez del Año Nuevo, y llenaban el ámbito de la plaza, vestidos todos de limpio; los grandes escalones que conducían a la iglesia como igualmente el atrio se hallaban llenos de indios vestidos de blanco, y cerca de la puerta había un grupo de mujeres con velo y mantilla y el traje de las señoras de la capital. El aire de la mañana era fresco y vivificante, el cielo estaba limpio y despejado y los primeros rayos del sol matutino brillaban sobre aquella escena de regocijo. Era un gran triunfo de principios el que se había obtenido, y en señal de regocijo también por el cambio de los alcaldes de las norias, las pobres mulas que recorrían todos los días su perdurable círculo, tirando de éstas, llevaban pendientes del pescuezo porción de cintas encarnadas de las que pendían tostones y pesetas.
A las siete, los alcaldes antiguos ocuparon por última vez sus asientos para recibir el juramento de los nuevos, y luego se formaron en procesión para ir a la iglesia. Encabezaba aquélla el padrecito, acompañado de los nuevos alcaldes vestidos de casaca y sombreros negros; y, como desde que saliéramos de Mérida no hubiésemos vuelto a ver este traje, nos pareció muy extraño en medio de tanto vestido blanco y sombrero de paja. Seguían luego los funcionarios indígenas con sus varas de oficio, y cerraba la marcha el gentío de la plaza. Hubo misa mayor, y, concluida que fue ésta, roseó el padrecito a los nuevos alcaldes con agua bendita, yéndose en seguida a tomar el chocolate al convento. Le seguimos, y casi con nosotros entraron al cuarto los nuevos funcionarios. Los alcaldes blancos nos vinieron a saludar dándonos la mano, y los indios se dirigieron a besarle la suya al padrecito, sin interrumpir ni estorbar el uso que de ella hacía entonces para llevarse el chocolate a la boca. En todo este tiempo el padrecito conversaba con nosotros preguntándonos lo que pensábamos de las muchachas del pueblo y si se podían comparar con las de nuestro país; y, sorbiendo todavía su chocolate, dirigió la palabra a los indios dándoles a entender que, aunque con respecto a los demás indios eran unos grandes hombres, respecto de los alcaldes principales no eran más que unos hombrecillos, y, amonestándoles con otros buenos consejos, concluyó diciéndoles que debían ejecutar las leyes y obedecer a sus superiores.
A las nueve regresamos a nuestro cuarto, en donde, sea por los esfuerzos que hiciéramos, o bien porque aquel fuese el curso regular de la enfermedad, todos tuvimos otro ataque de calenturas que nos obligó a acogernos a las hamacas. En este estado nos hallábamos cuando entró el padrecito con una carta que acababa de recibir de Ticul, con la noticia de que el cura había pasado una noche fatal y se estaba muriendo. Su ministro nos había escrito a las ruinas participándonos su indisposición y la imposibilidad en que por consecuencia se encontraba para reunirse con nosotros, pero hasta nuestro arribo a Nohcacab no supimos que su enfermedad se consideraba peligrosa. Esta noticia repentina nos afligió en extremo, pues el tiempo que había transcurrido desde el momento que nos separáramos de él para volvernos a ver en Uxmal era tan corto, y el recuerdo de sus bondades se hallaban tan impreso en nuestra memoria, que habríamos sentido muchísimo que nuestro estado no nos permitiese ponernos inmediatamente en marcha para ir a verlo.
Su enfermedad había producido una gran sensación entre los indios de Ticul. Decían éstos que se iba a morir, y que era un castigo de Dios por haber desenterrado los huesos en San Francisco. Este rumor fue tomando incremento a medida que se esparcía, y no estaba confinado tan sólo a los indios, pues un muchacho mestizo de bastante viveza que pertenecía al pueblo y acababa de llegar repetía a sus asombrados auditores la noticia de que el cura yacía en la cama boca arriba y con las manos cruzadas sobre el pecho, gritando en voz hueca y sepulcral cada diez minutos, tiempo computado por reloj: "Devuelve esos huesos".
Oímos que por casualidad se encontraba a su lado un médico inglés, aunque por su nombre no pudimos sacar en claro si tenía algo de inglés. Como la calentura podía refrescársenos en pocas horas, suplicamos al padrecito nos procurase kochees e indios para las dos de la tarde, con la remota esperanza de llegar todavía a tiempo de que los conocimientos del Dr. Cabot le fuesen de alguna utilidad, o, de lo contrario, tener el triste consuelo de decirle el último adiós.
Dos días de fiesta seguidos eran demasiado para los indios de Nohcacab, y en tal virtud los nuevos alcaldes nos vinieron a decir que, en celebridad de las elecciones de los nuevos funcionarios, se habían embriagado de tal suerte los electores independientes, que no se encontraban indios en estado de servicio más que para un koché. Acaso hubiera sido un poco difícil a los alcaldes el averiguar si el estado en que se encontraban los buenos electores provenía inmediatamente de la celebración de aquel día, o era una continuación de la que llevaban encima desde el día de Año Nuevo, aunque para nosotros ciertamente que el resultado hubiera sido siempre el mismo.
Como tanto el alcalde como el padrecito apreciasen el motivo que nos movía, y conocían que era difícil que pudiésemos ir a caballo, hicieron los mayores esfuerzos, y, a eso de las dos de la tarde, se presentaron en el cuarto dando traspiés el número de indios requerido para los kochees. Estábamos acostados en la hamaca cuando entraron, indecisos todavía, e indecisión que aumentó el aspecto de los indios, porque parecían incapaces de mantenerse en pie, y, por consiguiente, incapaces de llevarnos en hombros. Sin embargo, los mandamos salir del cuarto y preparar los kochees, y a las tres nos metimos dentro de éstos, no sin observar antes que en el ínterin habían echado otro trago los conductores. Parecía una temeridad confiar en semejantes hombres, particularmente cuando teníamos que atravesar la sierra, el camino más peligroso que hay en aquel país; pero los alcaldes nos aseguraron que eran hombres de bien y de buena conducta, y que antes de caminar una legua ya estarían sobrios: con esta seguridad partimos. El sol brillaba todavía con toda su fuerza y me caía sobre la parte posterior de la cabeza; mis cargadores arrancaron conmigo a todo trote, continuando así por cosa de un milla, y moderando luego el paso entablaron una conversación. Riendo y conversando caminaron hasta la caída de la tarde, haciendo alto entonces y asentándome en el suelo. Salí a gatas del koché: la frescura de la tarde me revivió, y nos quedamos allí a esperar al Dr. Cabot. Éste no lo había pasado tan bien como yo, pues sus cargadores estaban muy ebrios.
Ya cerca de noche llegamos al pie de la sierra, y, cuando la subíamos, las nubes comenzaron a amontonarse en el cielo amenazando agua. Tanto cuando antes cuidábamos de tener el koché abierto y ventilado por el mucho calor que hacía, así cuidamos entonces de tapar y cubrirlo perfectamente para no mojarnos. Ya sobre la cumbre de la sierra, comenzó a llover y los indios a bajar con tanta prisa cuanta permitía la oscuridad y lo malo del camino, el cual aun de día y a caballo requería cuidado; pero los indios estaban ya sobrios y tenían confianza de su seguridad y firmeza de pie; y por consiguiente no concebía ningún temor, cuando repentinamente sentí que el koché se iba, y en efecto se fue al suelo sin que yo pudiese evitar ni defenderme de la caída, pues me hallaba como escorado dentro de él, incapaz de ningún esfuerzo. Temí que nos despeñásemos en algún precipicio, pero los indios de atrás se sostuvieron y yo salí más que de prisa. Llovía a torrentes y estaba tan oscuro, que nada se distinguía. Me di un golpe ligero en el hombro y un costado; pero afortunadamente todos mis indios estaban allí y me rodearon todos, al parecer, más asustados ellos, que yo lastimado. Si el accidente hubiera sido de peores resultados, no podía haberlos culpado, porque en aquella oscuridad y en aquel camino fuera ciertamente un prodigio el que acertasen a andar por él. Arreglamos el koché y todo lo demás lo mejor que se pudo, de nuevo emprendimos la marcha, y a su debido tiempo me asentaron en la puerta del convento. Subí medio trastabillando la escalera y toqué a la puerta; pero el buen cura no estaba allí para darnos la bienvenida. Acaso llegábamos demasiado tarde, y ya todo se había acabado. Divisé un rayo de luz al extremo de un lugar, y, caminando a tientas, entré en un claustro en el cual encontré una porción de indios activamente ocupados en trabajar fuegos artificiales. Habían llevado al cura a la casa de su hermana política, y con este motivo despachamos a un indio a que diese aviso de nuestra llegada. No tardamos en ver atravesar por la plaza una linterna y en reconocer el luengo ropaje del padre Briceño, cuya carta al padrecito había motivado nuestra venida. La había escrito por la mañana temprano, cuando no se concebían ningunas esperanzas; pero en las seis últimas horas, que transcurrieron, se había operado un cambio favorable, y la crisis había pasado. Acaso no ha habido dos hombres en el mundo que, como el Dr. Cabot y yo, se hubiesen alegrado más de encontrar frustrado el objeto de su viaje. El Dr. Cabot estaba aún más contento que yo, pues, prescindiendo del temor de llegar demasiado tarde o apenas a tiempo de estar presentes a la muerte del cura, a él le acompañaba el recelo de encontrarlo en algunas manos de las que fuese preciso sacarlo, y con todo esto no ser sus conocimientos de ningún efecto favorable.
En conformidad con las reglas de la etiqueta observada entre facultativos, el Dr. Cabot se propuso pasar a casa del médico inglés a hacerle una visita. Su casa estaba ya cerrada y él en la hamaca con calentura, por cuya causa se acababa de dar un pediluvio. Sin embargo, aún antes de que se nos abriese la puerta ya estábamos satisfechos de que realmente era inglés. Nos pareció muy extraño el encontrarnos en un pueblo pequeño del interior de Yucatán con uno que hablaba nuestra propia lengua, y no eran menos extraños el modo y los rodeos que dio hasta ir a parar allí.
El Dr. Fasnet, o Fasnach como le llamaban, era un hombre pequeño, de más de cincuenta años. Treinta años hacía que había emigrado a Jamaica, y, después de haber andado errante aquí y allá por todas las Antillas, había pasado al continente; y apenas se hallará un país en la América española en el cual no hubiese ejercido el arte hipocrático. Animado de la más grande antipatía contra toda clase de revoluciones, había tenido la suerte de pasar la mayor parte de su vida en países los más propensos a ellas. Huyendo de las de Colombia, Perú y Chile, se hallaba en Centroamérica en donde había curado a Carrera, cuando este general seguía la honesta profesión de tratante en cerdos;pero desgraciadamente Carrera amenazó con el grito de "mueran los blancos" y al frente de dos mil doscientos indios, al pueblo de Salamá, a la sazón que el doctor residía en aquel punto. Con una guarnición de sólo treinta soldados y sesenta ciudadanos capaces de llevar las armas el Dr. Fasnet tuvo que encargarse de la defensa, y tan luego como Carrera se retiró con sus indios se retiró él con su persona, viniéndose a Yucatán. Mas dio la casualidad que hubiese ido a vivir a Tekax, la única población del Estado en que por el momento se encontraban elementos para una revolución. De ésta iba huyendo, en camino para Mérida, cuando le detuvo la enfermedad del cura. La larga residencia del doctor en los países intertropicales lo había familiarizado con las enfermedades endémicas del clima; pero su modo de curar acaso no se reputaría por legítimo por facultativos de profesión. La enfermedad del cura era el cólera morbo, acompañada de inflamación en el estómago e intestinos. Para atacar ésta, ordenó el Dr. Fasnet que se matase un carnero en la puerta de la casa, y humeando la carne todavía, se aplicase en pedazos proporcionados al estómago, removiéndolos y aplicando otros tan luego como se corrompiesen los que se habían usado, lo que tardaba muy poco tiempo en efectuarse. La inflamación no cedió hasta que se hizo uso de la carne de ocho carneros, que fue preciso matar.
De la casa del Dr. Fasnet regresamos a la del cura. El cambio que en sólo dos semanas se había operado en su aspecto fue ciertamente terrible. Naturalmente delgado, sus vehementes dolores le habían reducido y extenuado en términos tales, que con la sábana que le cubría, y tendido a lo largo en un catre, más bien parecía un cadáver que un hombre con vida. Apenas acertó a decirnos que había creído no volvernos a ver más, y a manifestarnos con la débil presión de su descarnada mano lo que apreciaba nuestra visita; pero la expresión de las caras felices que lo rodeaban decía más que las palabras pudieran haber expresado: era la del más puro regocijo al contemplar a uno a quien podía considerársele como arrebatado de la tumba.
Volvimos a verle el día siguiente. Sus hundidos ojos se animaron al preguntarnos por el resultado de nuestras excavaciones en Uxmal, y una débil sonrisa se dibujó sobre sus labios, al hacer alusión a las supersticiones de los indios sobre el desentierro de huesos en San Francisco. Como nuestra presencia parecía causarle satisfacción, aunque no se encontraba en estado de poder conversar todavía, pasamos casi todo el día en la casa, y al siguiente regresamos a caballo a Nohcacab. Nuestro viaje a Ticul nos había vigorizado considerablemente, y encontramos a Mr. Catherwood igualmente restablecido. Unos cuantos días de descanso habían hecho prodigios con todos nosotros, y en tal virtud resolvimos continuar de nuevo nuestras interrumpidas ocupaciones.
Al dejar Uxmal, dirigimos nuestros pasos a Nohcacab, no por los atractivos que este pueblo pudiera ofrecer en sí, sino por las noticias que teníamos de la existencia de ruinas en sus alrededores. Después de averiguar su posición, consideramos que para visitarlas y explorarlas con mayor comodidad debíamos fijar nuestro cuartel general en aquel pueblo; y como probablemente teníamos que residir en él por algún tiempo, y la casa real era baja, húmeda, bulliciosa y se necesitaba además el cuarto que ocupábamos para escuela, por consejo del padrecito nos salimos de ella y nos pasamos a vivir al convento.
Éste era un largo edificio de piedra, situado a espaldas de la iglesia, sobre la misma altura en que ésta se hallaba edificada, y que, con la ventaja de dominar todo el pueblo, se evitaba el inconveniente de sus molestias y bullicio. En la parte inmediata a la iglesia había dos cuartos grandes y cómodos, sólo que, listos como siempre andábamos en descubrir todo lo que pudiese contribuir a que recayésemos con otro nuevo ataque de fríos y calenturas, al momento notamos que del lado en que daba la sombra de la elevada pared de la iglesia yacían algunos charcos de agua con verdín y que en la puerta de uno de los cuartos había un letrero que decía: "Aquí murió D. José Trujeque: descanse en paz su alma".
Nos establecimos en estos cuartos, teniendo de un lado al padrecito, siempre alegre y de buen humor, y del otro seis u ocho indios sacristanes, siempre borrachos. Delante de la puerta se proyectaba una ancha y elevada plataforma que rodeaba la iglesia; y un poco más allá, un espacio murado en el cual encerrábamos nuestros caballos. Enfrente de la puerta de la sacristía había una cocina de paja, en la que cocinaban los indios ministriles de la iglesia, y dormían Bernardo y Albino.
Por las relaciones históricas se sabe que en aquellas inmediaciones existía una población indígena que llevaba el nombre de Nohcacab. Éste es un nombre compuesto de dos palabras mayas, que literalmente significan el gran sitio de buenos terrenos; y a juzgar por las numerosas y extraordinarias ruinas desparramadas en sus contornos, es de creer que ocuparía el centro de un país rico y bien poblado. En los suburbios existen grandes y numerosos montículos bastante espaciosos para excitar admiración, pero aún más dilapidados y destruidos que los de San Francisco, y casi inaccesibles.
El pueblo yace relativamente a estas ruinas, en la misma posición que Ticul a las de San Francisco, y, en mi opinión, está situado como éste sobre los confines de la antigua ciudad indígena, o más bien ocupa parte de su mismo sitio, pues que dentro del pueblo, en los solares de algunos indios, existen restos de montículos exactamente iguales a los de los inmediatos alrededores. Al hacer las excavaciones de la plaza, han salido a luz vasos y utensilios de loza; y en la pared de la calle de la casa en que vivía la madre del padrecito, existe una cabeza esculpida, que se extrajo de una excavación que se hizo ahora quince años.
Todo este distrito es comparativamente retirado y desconocido. El pueblo está situado fuera de la línea de las principales carreteras, no está en ningún camino que conduzca a algún lugar frecuentado, ni tampoco posee ningún atractivo en sí que induzca al viajero a visitarlo. No obstante que las mejoras comenzaban a aparecer en el pueblo era el más atrasado y más indio de todos los que hasta entonces habíamos visto. Mérida estaba muy lejos para que los indios pensasen en ella; muy pocos de los vecinos llegaban hasta allí, y todos reputaban a Ticul como su capital. Todo lo que faltaba en el pueblo nos decían que en Ticul se obtenía, y el sacristán, que iba allí una vez por semana en busca de hostias, siempre llevaba algún encargo de nosotros.
El primer punto que nos propusimos visitar fue el de las ruinas de Xkoch, y desde que dimos principios a nuestras exploraciones conocimos que nos encontrábamos en un terreno completamente nuevo. La gente del pueblo jamás había dirigido su atención al examen de las ruinas que existían en sus inmediaciones. Xkoch sólo distaba una legua, y, además de las ruinas de edificios, contenía un pozo antiguo de misteriosa y maravillosa reputación, cuya fama volaba de boca en boca. Se decía que este pozo era una vasta estructura subterránea, adornada de figuras esculpidas, con una gran mesa de piedra pulimentada y una plaza con columnas que sostenían un techo abovedado; y se decía también que tenía un camino subterráneo que comunicaba con el pueblo de Maní, distante veintisiete millas.
A pesar de una reputación tan asombrosa y la publicidad de sus detalles, y el estar situado a tres millas de Nohcacab, los informes que nos dieron eran tan vagos e inciertos, que no acertábamos a combinar ningún plan para proceder a la exploración del pozo. Ni un solo hombre blanco de los del pueblo había entrado en él, aunque varios le hubiesen mirado desde la boca; y éstos decían que el viento que salía de ésta les había cortado la respiración; razón por la cual no se aventuraban a entrar. Su fama reposaba enteramente sobre relaciones de indios, que recibíamos de un modo muy confuso de los intérpretes. Por la activa bondad del padrecito y su hermano, el nuevo alcalde segundo, nos trajeron a dos hombres, considerados como los más prácticos en aquellos lugares, y éstos nos dijeron que era imposible entrar, a menos de emplear a varios individuos por algunos días en hacer escaleras de mano, y, sobre todo, entrar después que el sol hubiese pasado el meridiano; y en esto último convinieron todos nuestros amigos y consejeros, sin saber una palabra sobre el particular. Sin embargo, conociendo lo morosos que eran para todo, los comprometimos a que estuviesen en el sitio al amanecer del día siguiente, ocupándonos nosotros entretanto en reunir cuantas sogas pudimos haber a las manos en el pueblo, incluso una de la noria. Partimos a las ocho de la mañana siguiente para el punto de nuestro destino.
Seguimos el camino real por espacio de una legua hasta llegar a un pequeño desmonte hacia la izquierda, en donde nos aguardaba uno de nuestros indios. Le seguimos por una angosta vereda acabada de abrir, y de nuevo nos encontramos entre ruinas; a poco andar llegamos al pie de un elevado montículo, que se alzaba por encima de la llanura, y era el mismo que tan perfectamente se distinguía desde la casa del enano en Uxmal. El terreno de sus inmediaciones es abierto y se veían alrededor restos de varios edificios, pero todos en un estado completo de ruina y deterioro.
El gran cerro yace solitario, y es el único que ahora se levanta sobre la llanura. Los lados se han derrumbado, aunque en algunas partes se notan restos de escalones. Del lado del sur se encuentra en su medianía un grande árbol, que facilita mucho la subida. Su altura será de ochenta a noventa pies. El ángulo de un edificio es todo lo que queda; el resto de su ruina está llano y cubierto de yerba. Domina la vista una inmensa llanura arbolada, sobre la cual se levanta al S. E. la gran iglesia de Nohcacab, y los edificios arruinados de Uxmal al O.
Regresamos por el mismo camino, y nos internamos luego en un espeso y frondoso bosque, en donde desmontamos y amarramos los caballos. Era sin duda el más hermoso bosque que habíamos visto en el país, y contenía en su recinto una gran apertura o cavidad circular al nivel del piso, de veinte o treinta pies de profundidad, de cuyo fondo y lados nacían árboles y matojos que sobresalían del nivel de la llanura. Ciertamente era un sitio muy agreste, y tenía un aspecto fantástico, misterioso y, si se quiere, terrible, pues, mientras que en el bosque hacía un calor y un silencio que ni una hoja se movía por falta de aire, dentro de aquella cavidad las ramas y hojas de los árboles se agitaban con violencia; como sacudidas por una mano invisible.
Esta cavidad formaba la entrada del pozo; y, en efecto, presentaba un aspecto bastante salvaje para dar pábulo y aun crédito a los más terribles cuentos. Bajamos. En un rincón se veía una ruda apertura natural baja y angosta, formada en una gran masa de piedra calcárea, y por la cual se arrojaba constantemente una fuerte corriente de aire que mantenía en continua agitación las ramas y las hojas de los árboles que había dentro de la cavidad. Ésta era la boca del pozo, y en la primera tentativa que hicimos para entrar encontramos la corriente de aire tan fuerte, que tuvimos que retroceder para tomar resuello, confirmando lo que habíamos oído en Nohcacab. Llevaban nuestros indios unas antorchas o hachones hechos de palo de higuerilla, que ardían mucho mejor con el viento, y con ellas en la mano rompieron la marcha. Una de las maravillas que se contaban de este sitio era que nadie podía entrar pasadas las doce del día. Ya esta hora había pasado, no habíamos hecho tampoco ninguno de los preparativos que, según nos dijeron, eran necesarios, y, sin saber hasta dónde llegaríamos, seguimos a los indios, seguidos nosotros de otros indios que llevaban sogas.
Tendría la entrada tres pies de alto y cuatro o cinco de ancho. Era tan baja, que tuvimos que entrar a gatas, bajando después en un ángulo de unos quince grados, con dirección al N. El viento que se recogía en los recesos interiores de la caverna corría con tal precipitación por aquel pasadizo, que apenas acertábamos a respirar, y, como llevábamos todavía dentro de nosotros la semilla de fríos y calenturas, dudamos sobre la prudencia de seguir adelante en nuestro intento; pero la curiosidad es más fuerte que ninguna consideración, y adelante seguimos. Observamos en el piso un rastro solitario, gastado hasta la profundidad de dos o tres pulgadas por las continuas pisadas de los que por allí habían pasado, y el techo cubierto de una costra de hollín del humo de las antorchas o hachones. El trabajo que nos daba el andar con el cuerpo inclinado y contra la corriente de un aire frío era un principio bastante desagradable, y probablemente nos hubiéramos vuelto para atrás, si hubiésemos ido solos. A la distancia de unos ciento cincuenta o doscientos pies se ensanchó el pasadizo y tomó la forma de una caverna irregular de cuarenta o cincuenta pies de ancho y diez a quince pies de alto. Ya no sentimos allí la corriente de aire, y la temperatura era sensiblemente más templada. Formaba las paredes y techo de la caverna una piedra tosca y desigual, y por el centro corría el mismo paso gastado ya indicado. De esta caverna se desprendían a derecha e izquierda varios pasadizos, en uno de los cuales los indios nos alumbraron con sus antorchas para que viéramos un trozo de piedra esculpida. Por lo que habíamos visto nos
satisficimos que fuera lo que fuese el sitio a donde condujeran aquellos pasadizos, todo era obra de la naturaleza, y perdimos la esperanza de ver los grandes monumentos artísticos de que nos habían hablado; pero la vista de la piedra esculpida nos estimuló a proseguir y reanimó la esperanza de que tuviesen algún fundamento los cuentos que habíamos oído. No transcurrió mucho tiempo, sin embargo, sin que aquélla se disminuyese, o, mejor dicho, se destruyese completamente con llegar a lo que los indios nos habían descrito con el nombre de "la mesa". Este objeto era una de las cosas que más atrajeron nuestro atención, por la descripción que de él nos hicieron, pintándole como obra de mano y de un pulimento exquisito. No era más que una gran piedra tosca, cuya parte inferior daba la casualidad de encontrarse lisa, pero completamente en su estado natural. De aquí pasamos a una gran cavidad o hueco de forma circular irregular, que era lo que se nos había descrito como una plaza. Allí hicieron alto los indios y atizaron sus hachones. La plaza era una gran caverna de piedra de figura abovedada, con su elevada techumbre sostenida por pilares estalácticos, a los cuales daban los indios el nombre de columnas, y, aunque enteramente diferentes de lo que nos esperábamos, el efecto que producía a la luz de las antorchas, aumentado con la presencia de las rústicas figuras de los indios, era grande y casi compensaba los trabajos que habíamos sufrido para penetrar hasta allí. Esta plaza yace a un lado de la vereda o paso regular, y permanecimos en ella algún tiempo para descansar y refrescarnos porque el bochorno que se sentía en el camino subterráneo, unido al calor y humo de los hachones, se volvía a cada momento más insufrible.
Seguimos adelante y trepamos por una enorme roca somera que se había desprendido de la gran masa, y descendimos luego a un gran pasadizo bajo y estrecho por el que tuvimos que pasar casi a gatas, asesando de fatiga y sed por el mucho bochorno, el calor y el humo que despedían los hachones. De allí fuimos a salir al borde de una apertura o boquete de lados desiguales y perpendiculares, de tres a cuatro pies de diámetro, con escalones horadados en la misma roca, muy gastados y de un ancho apenas suficiente para asentar el pie. Descendimos no sin dificultad hasta un cantil de roca viva, que del lado derecho se elevaba hasta una gran altura y del otro se hendía formando un horrible despeñadero. Unos cuantos palos toscos, con otro que sería de barandaje, tendidos y atravesados sobre ese abismo, hacían las veces de un puente, inseguro y horrible, por la vista del precipicio que debajo yacía y escasamente iluminaba la luz de las antorchas. Torcía luego el paso a la derecha contrayéndose a cosa de tres pies de alto y otros tantos de ancho, y de un descenso rápido. De nuevo tuvimos que andar a gatas, y de nuevo se volvió el calor casi insufrible. En verdad que continuamos adelante no sin cierto temor porque un vértigo que nos hubiese acometido allí seguramente hubiera causado la muerte por la imposibilidad que había de podernos sacar al aire libre en tiempo suficiente para que su aspiración nos reviviese, y la incapacidad en que se encontraban los indios de auxiliarnos, aunque lo hubiesen querido.
Se prolongaba este pasadizo hasta una distancia de cincuenta o sesenta pies, y luego torcía en vuelta encontrada, igualmente estrecho y descendiendo rápidamente. Se ensanchaba en seguida en una caverna un poco espaciosa, tomando una dirección hacia S. O. hasta llegar a otra cavidad perpendicular que conducía, por medio de una ruda y raquítica escalera, a otro pasadizo bajo, estrecho y tortuoso que descendía a una especie de cámara rocallosa, a cuya extremidad veíase una gran poza o depósito de agua.
Acaso esta descripción no es del todo perfectamente exacta en sus detalles, pero no es exagerada. Probablemente se omiten algunas de las vueltas y revueltas, salidas y bajadas que tiene, y, mientras más fiel y exacta fuera la descripción que de ella se hiciese, sería también más extraordinaria.
El agua reposaba en un lecho profundo y rocalloso debajo de una gran masa de piedra sobresaliente. Hacia un lado había atravesado un madero, sobre el cual se reclinaban los indios para sacar agua con sus calabazos; y ésta, en caso que hubiesen faltado otras, sería una prueba suficiente para acreditar la creencia de que aquel sitio había servido de pozo.
Sin embargo, en aquel momento nos importaba muy poco el que algún ser humano hubiese o no bebido antes de aquella agua; su simple vista nos fue más grata que la del oro y los rubíes. Estábamos empapados de sudor, ennegrecidos con el humo y muriéndonos de sed. Delante de nosotros yacía límpida y fresca, en su rocalloso estanque, invitándonos a gustar de ella; pero estaba tan profunda que no alcanzábamos con la mano, no teníamos vaso ni utensilio de ninguna clase para sacarla, porque, completamente ignorantes de la localidad, no pensamos en llevarlo ni tampoco los indios, que se contentaron con proveerse de lo que les dijimos que trajeran. Me arrastré hasta el borde del estanque y acerté a recoger un poco con la mano; pero era casi nada, y nos vimos compulsados a regresar sin poder apagar la sed. Afortunadamente al volver pie atrás, encontraron los indios por allí unos fragmentos de algún cántaro roto, con lo que pudimos sacar la suficiente para refrescarnos la boca.
Cuando bajamos, apenas paramos la atención en otra cosa que en la desigualdad y aspereza del camino, pero al regresar preguntamos a los indios por el que conducía a Maní, según ellos habían dicho. Cuando llegamos donde estaba, dimos vuelta y lo seguimos, y a poco andar lo encontramos obstruido y tapado por una cerradura natural de la roca. Nos hubimos de satisfacer que ni conducía a ningún depósito o estanque de agua, ni para fuera de la cueva ni tampoco habían penetrado en él ni explorádolo los indios, no obstante que todos decían que salía a Maní. Les aconsejamos que omitieran éste y otros cuentos en sus relaciones respecto a aquel sitio, pero probablemente, excepto el padrecito y otros a quienes comunicamos lo que hallamos, de todos los demás oirá los mismos cuentos que nosotros el primer viajero que llegue.
Antes de exponernos al torrente de aire frío de la boca, hicimos alto en el sitio más fresco que pudimos encontrar, y a la hora y media de haber entrado salimos fuera.
Considerada sólo como una nueva, ciertamente es extraordinaria, pero reputarla como el depósito de agua del cual se proveyera toda una ciudad antigua, no nos hubiera sido creíble, sino en vista de las pruebas palpables que se nos prestaran. Y yacían en su derredor las ruinas de una población que no manifestaba medio ni recurso visible, del cual se hubiese valido para proveerse de agua, a lo que acompañaba el conocimiento tradicional que de aquel lugar tenían los indios: que sus mayores se habían servido de él; que nadie sabía cuándo se comenzaría a usar, y se lo atribuían en fin al pueblo remoto a quien ellos daban el nombre de "los antiguos" cuando hablaban de él.
Además, hay un indicio muy fuerte que induce a creer que se hayan servido de él los habitantes de una ciudad populosa, cual es el rastro o paso que se observa en el piso rocalloso de la cueva. Hace muchísimos años que toda la región de los contornos se encuentra desierta o, al menos, ocupada temporalmente, durante el laborío de sus sementeras, por un corto número de indios, y no es de suponer que sus vagas pisadas fuesen suficientes a formar una huella tan profunda, pero sí el que hubiese sido producida por el paso constante y continuado, durante mucho tiempo, de millares de personas; preciso es, pues, que haya sido trazada por los habitantes de una populosa ciudad.
En el bosque que circuía la entrada de la cueva encontramos alguna agua en el hueco de una piedra, que nos sirvió para apagar la sed y hacer una ablución parcial. Tuvimos la rara fortuna de no sufrir ningún mal resultado por haber estado expuestos a unas alternativas tan rápidas de frío y calor, cuando apenas nos hallábamos recobrados de nuestros males.
De regreso al pueblo, nos encontramos allí con que había ocurrido un accidente desgraciado en nuestra ausencia: un caballo se había desbocado con un niño, arrojándole al suelo y causándole la muerte en pocas horas, de resulta de la caída. Por la noche fuimos al velorio, acompañados del alcalde, hermano del padrecito. La noche estaba muy oscura y a cada paso tropezábamos en la áspera y pedregosa calle que llevamos, hasta llegar a la casa del duelo. Delante de la puerta había un grupo de gente y una gran mesa de juego, a la que estaban sentados jugando cartas todos los que podían hacerse lugar. Cuando llegamos, todos se reían de una ocurrencia de uno de tantos concurrentes, y la cual nos refirieron. Esta escena nos pareció bastante extraña en verdad en una casa de duelo. Pasamos dentro de la casa, que encontramos llena de mujeres, y al momento nos cedieron las hamacas, consideradas siempre como el asiento de honor. La casa, como la mayor parte de las del pueblo, se componía de una sola pieza de figura casi circular, un piso de tierra y su cobija de guano. De los atravesaños pendían algunas hamacas pequeñas, y en medio del cuarto estaba una mesa sobre la cual yacía el cadáver del niño. Tenía puestos todavía los vestidos que llevaba cuando le ocurrió el desgraciado accidente que le causara la muerte, rotos y manchados de sangre. La parte de la cara que se había arrastrado sobre el suelo estaba toda descarnada, el cráneo roto, y debajo de la oreja se notaba una profunda herida de la cual goteaba sangre todavía, que la madre del niño, mujer de una talla poco común, elevada y musculosa, procuraba restañar con pedazos de trapo. En la mañana de aquel mismo día había emprendido viaje para Campeche, con toda su familia, con el objeto de irse a radicar a aquella ciudad. Una criada iba por delante a caballo llevando a dos niños: a la salida del pueblo se espantó el animal y echó a correr arrojándolos al suelo; la criada y uno de los niños escaparon sin lesión alguna, pero el otro fue arrastrado por cierta distancia, muriendo en consecuencia a las dos horas. Las mujeres que estaban dentro de la casa se conducían con tranquilidad y decoro; pero los que se hallaban de la parte exterior reían y se chanceaban, y mantenían una bulla continua; con aquel infeliz niño muerto por delante me pareció ésta una conducta poco decorosa y que manifestaba poca sensibilidad. Mientras pasaba esto, oímos la alegre voz del padrecito, que acababa de llegar, y contribuía por su parte a las chanzas y la algazara que reinaba. Entró a poco rato, se arrimó al niño, le levantó la cabeza, y, dirigiéndose a nosotros, nos enseñó las heridas y nos dijo lo que había hecho para curárselas, sintiendo que el doctor no estuviera en el pueblo, cuando ocurrió la desgracia o que el niño no hubiera sido tan pequeño, pues no tendría entonces los huesos tan tiernos. Encendió luego un cigarro, se echó en una hamaca, miró en su derredor y nos preguntó en voz alta qué opinábamos sobre las muchachas.
Esta ceremonia del velorio se observa siempre que ocurre alguna muerte en la familia, y, según nos informó el padrecito, se hace con el objeto de divertirla y distraerla, y para que no se duerma. A las doce de la noche y al amanecer se sirve chocolate a la reunión, pero bajo ciertos respectos hay diferencia entre los velorios de niños y los que se hacen cuando el caso tiene lugar con una persona adulta. Con los primeros, existe la creencia general de que un niño no está en pecado y que inmediatamente que muere se va al cielo;su muerte es más bien un objeto de regocijo, y se pasa la noche jugando cartas, chanceándose y contando cuentos. Pero en los de personas adultas, como no se tiene seguridad de lo que pueda acontecer a su espíritu, sólo se ocupan en jugar a cartas, y no hay ni chanzas ni cuentos.
Aunque esto parezca manifestar insensibilidad, no debemos juzgar a los demás conforme a la norma que arregla nuestras acciones y conducta, pues, sean cuales fueren los modos que cada uno tiene de manifestar sus sentimientos, las afecciones naturales del corazón son propias de todo el mundo.
La madre del muchacho, cuando se ocupaba en restañar la sangre de las heridas de su hijo en pie junto a su cabecera, aunque no derramaba una lágrima, tampoco parecía regocijarse con su muerte. Nos dijo el padrecito que, aunque pobre, era respetable: inquirimos por los miembros de su familia, principalmente por su marido, y el padrecito nos respondió que ni tenía marido ni era viuda. Desgraciadamente para la reputación de la pobre mujer, cuando le preguntamos al mismo quién era el padre del niño, nos respondió riendo. "¿Quién sabe?" A eso de las diez encendió en una de las velas que ardían a la cabecera del niño un atado de mimbres secos, y juntos con él nos retiramos.